Fotografía de Annemarie Heinrich

El lunes 27 de noviembre tendrá lugar en la Casa de América, en Madrid, la presentación del libro “Beatriz Guido, espía privilegiada”, escrito por nuestro profesor Diego Sabanés junto a José Miguel Onaindia. Los autores repasan la trayectoria de la escritora y guionista argentina a través del análisis de su obra, compuesta por más de 25 guiones filmados, novelas, cuentos, obras de teatro y ensayos. En este adelanto exclusivo, podemos encontrar algunos de los aspectos por los que la mirada de la autora significó un aporte tan nutritivo al cine de su país. Como muestra el martes 28 se proyectará “La mano en la trampa”, que ganó el premio FIPRESCI en el festival de Cannes de 1961.

Por Diego Sabanés

¿Qué ha llevado a Beatriz Guido a ser la autora más adaptada en el cine nacional? Sería ingenuo pensar que esto se deba solo a su relación con Torre Nillson (su pareja sentimental y creativa) porque está claro que al menos otros cinco directores (sin contar con los proyectos televisivos) se han acercado a ella para nutrirse de argumentos. Podemos arrojar aquí algunas hipótesis.

En primer lugar, identificamos en el imaginario de Guido una serie de figuras argumentales y temas de fuerte potencia dramática (a veces, melodramática) que, al pasar de una película a otra, funcionan como motivos reconocibles; personajes o situaciones que son rasgos de un imaginario con nombre propio. En segundo lugar, un uso de la arquitectura como dispositivo escénico que opera sobre los personajes poniéndolos en relación y metaforizando sus emociones, algo muy funcional para el trabajo de la cámara cinematográfica. En tercer lugar, la acción de espiar; una actividad recurrente en muchos de los personajes de la autora, que invita no sólo a una identificación fuerte con la propia cámara sino al uso del punto de vista para organizar la narración. La cámara no solo “muestra”, en modo general, sino que nos ubica en el foco de interés de un personaje en particular, aún cuando ese personaje observador pueda ser más de uno dentro de la misma película. En cuarto lugar, el propio cine como actividad recreativa, nunca inocente, aparece en muchos de sus relatos, desplegando las posibilidades del juego metalingüístico, que tanto seduce a los directores. Y, por último, un tono general que impregna todos los argumentos donde lo cotidiano se encuentra siempre deslizado hacia una zona de extrañamiento. En las historias de Guido lo real es solo una parte de un paisaje mayor, un territorio enrarecido donde lo familiar se vuelve amenazante, lo que ubica su construcción dramática más cercana al mundo onírico que a la mímesis de las convenciones realistas.

Para indagar sobre estas hipótesis, en lugar de enfocarlas cada una por separado preferimos una mirada que circule entre cuentos, novelas y guiones, siguiendo el modo libre en que la propia autora transitaba entre géneros y lenguajes, con esa fluidez poco habitual para la época en que desarrolló su carrera. Así podemos encontrar en un mismo ejemplo rasgos que conectan con más de una de estas hipótesis.

Comencemos por mencionar algunos de sus temas o figuras recurrentes. A lo largo de sus relatos circulan mujeres encerradas, a veces literalmente (como en La mano en la trampa o Piedra libre), a veces metafóricamente (en rutinas, en vínculos que las mantienen sujetas, como en La representación o El remate), una infancia donde lo inocente y lo perverso se entremezclan con una facilidad perturbadora (El secuestrador, Los insomnes, Agustina o el infortunio), estancias alejadas de la capital donde el tiempo parece suspendido (Ocupación, Piedra libre…), que incluso a veces se llaman igual (Las acacias), viajes por el extranjero, casi siempre por Europa, de donde se vuelve cargado de regalos y objetos exóticos (Días felices, Una hermosa familia…), viajeros que permanecen ausentes y que quizás no viven donde dicen vivir (La mano en la trampa, La caída), el mundo adulto como contaminación del mundo infantil (La casa del ángel, El secuestrador…), personajes desconocidos que avanzan sobre el territorio generando un estado de amenaza sobre los protagonistas (Chocolates Uberallen, Los insomnes, Usurpación, El bobo, la subtrama política de Paula cautiva…) y una maldad que acecha en cada rincón de la intimidad, hasta los propios sueños que en muchos casos deviene en situaciones de abuso o de violación (La casa del ángel, Homenaje a la hora de la siesta, La mano en la trampa, El secuestrador…).

Atravesando estos motivos argumentales siempre se hace palpable un clima enrarecido; una desviación de las conductas hacia una zona que excede los marcos del realismo. Si bien Guido en sus novelas y sobre todo en sus declaraciones se mostraba preocupada por hablar de la realidad social y política que vivía, en los cuentos esos elementos podrían ser considerados (por usar un término del psicoanálisis) restos diurnos dentro de una lógica onírica. No es que los relatos imiten al sueño, sino que parecen afectados por una lógica deformada, a partir de elementos extraños que irrumpen en la acción cuando todo parecía ir por los carriles de la cotidianidad. 

Este enrarecimiento de lo familiar (sobre el que escribió Freud en su ensayo Lo ominoso y que podríamos también reconocer como vínculo entre la obra de Guido y las películas de Lucrecia Martel) cobra vida en sus relatos a través de diversas manifestaciones. Por ejemplo, en Paula Cautiva el personaje del primo travieso que interpreta Leonardo Favio, entra en el departamento de Barrio Norte donde vive Paula trayendo consigo un caimán, al que sostiene por la cola y que persigue luego por la casa como si fuera un gato. Los niños terribles de La caída no sólo devoran toda la encomienda que las tías de Albertina le han enviado, sino que abren los frascos de mermelada y escriben con dulce en las paredes. En la misma novela la figura del tío Lucas está construída casi como un fantasma: se habla de él muchas veces, se lo presenta a través de una fotografía, se escucha su voz grabada en un disco de pasta y se recorren sus objetos personales cuando los niños roban la llave que abre la puerta de su dormitorio (que el guion señala “parece de otra casa”). Esa aparición gradual, fragmentada de Lucas, no solo lo construye de un modo ambiguo (¿es real o es una creación de la familia Cibils?) si no que mantiene en vilo a Albertina y arrastra incluso a Indarregui, que también se preocupa por la llegada inminente de Lucas, al que imagina como un adversario. 

Cabría destacar ese uso metonímico del sonido (la grabación de la voz de Lucas, que vuelve a aparecer en la escena final de la película, flotando por la casa vacía) como estrategia para instalar un personaje que no ha sido aún presentado visualmente, volverá a aparecer como recurso en La mano en la trampa, cuando Laura Lavigne escuche por las noches el ruido de una máquina de coser, que viene del altillo. Ese ruido no solo será lo que la conduzca a descubrir a su tía escondida por años, sino que volverá a sonar (podríamos decir, dentro de su cabeza) cuando se descubra encerrada en el departamento de Buenos Aires a donde Achával la lleva para “protegerla”.

Son muchas y variadas las formas de entrelazamiento entre lo real y lo onírico con las que trabaja Guido. En La caída la hermana mayor, apenas una adolescente, aparece en todas las escenas vestida como una adulta, lo que la hace lucir disfrazada, tratando de habitar un cuerpo que no termina de ocupar del todo. Esta conducta no solo tiene que ver con la indumentaria sino con el modo en que habla de sus hermanos pequeños, como si fueran casi sus hijos. De modo similar, su hermano Gustavo imita las imposturas de un hombre adulto, refiriéndose al modo en que duermen las mujeres o regalándole a Albertina un portaligas. Este deslizamiento de conductas y edades halla su lado más perturbador (para la moral de Albertina) en la escena en que los encuentra jugando con agua en la azotea, semidesnudos, invitándola a quitarse la ropa ella también. Y no deberíamos dejar de lado los enfrentamientos con la autoridad, otro rasgo recurrente en los argumentos de la autora y que abarca no sólo a los niños. Los adolescentes y algunos protagonistas adultos son habitualmente reacios a la autoridad, tanto en el territorio doméstico (La mano en la trampa) como en el político (Fin de fiesta).

Las pulsiones eróticas aparecen, como en los sueños, salpicando muchas escenas de los relatos de Guido, sobre todo en aquellos protagonizados por adolescentes. Son impulsos a veces violentos (imposible dejar de lado la cantidad de escenas de violación) a veces más reprimidos, como pensamientos que los personajes intentan acallar, pero vuelven una y otra vez. En más de un caso, se trata de atracciones homoeróticas (La terraza o Piedra libre), presentes también en varios cuentos no llevados al cine como Días felices o Una hermosa familia. Otras veces son fronteras de clase las que se ponen en riesgo (Ocupación, Usurpación, Agustina o el infortunio). El impulso sexual va siempre contra el marco de la ley y pone a sus protagonistas contra las cuerdas, las íntimas o las sociales. 

En los relatos de Guido también los objetos se cargan de una materialidad irreal, en una operación que no siempre llega al cine con la misma contundencia, pero que está presente en algunos pasajes de sus narraciones, como en el capítulo 10 de La caída:

“Otoño ya nacía en Buenos Aires y una cierta languidez de primavera se respiraba en el aire. Había perdido la ciudad su condición húmeda y blanda. El pavimento era flexible, casi mórbido”.

Como en los sueños, cada gesto puede sugerir una segunda intención velada; cada personaje cotidiano puede volverse de pronto desconocido. En los mejores relatos de la autora es este principio de ambigüedad el que rige las conductas. Los personajes no son buenos o malos, sino que pueden ser a la vez buenos y malos, inocentes y perversos, castos y pecaminosos. En el imaginario de Guido no hay nada más inestable que la pureza, nada más vulnerable que la inocencia.  Sus protagonistas femeninas transitan situaciones que no terminan de comprender del todo; situaciones de descubrimiento, entre el asombro y el desconcierto, entre la fascinación y el rechazo. Quizás ninguno tan perturbador como esa tía Inés encerrada por su propia voluntad en el altillo de La mano en la trampa (una de las varias evocaciones a La novia de Módena, que circulan en las obras de la autora). Como una Alicia que vaga por el País de las Maravillas, las heroínas inocentes de Guido (que encuentran su rostro ideal en Elsa Daniel) quieren volver a una lógica que a cada paso va quedando más lejos, mientras intentan comprender la conducta de los seres estrafalarios con los que se cruzan. 

Tampoco sería justo reducir todos sus personajes femeninos a esta figura de inocencia al borde de la corrupción. Hay otro personaje femenino recurrente en varios relatos de Guido, que incluso transita entre películas: la mujer dueña de su cuerpo que utiliza a los hombres para lograr un bienestar económico o cierto ascenso social. Puede llamarse Claudia (La Terraza) o Paula (Paula cautiva) o Marcela (Piel de verano). Una vez más resulta curiosa esta recurrencia (y no perdamos de vista que la repetición es otra figura dramática habitual en muchos relatos de Guido), por ejemplo, cuando vemos a Claudia (Graciela Borges) conversar con su amiga Valeria (Dora Baret) sobre los turistas con los que suele encontrarse, anticipando el personaje de la “call girl” desarrollado en Paula cautiva.

Claudia vuelve del baño y se sienta junto a Valeria. Ambas miran al resto de jóvenes, metidos en la piscina, jugando y bebiendo. Tiene lugar entonces el diálogo entre las dos:

Claudia
¿No estás en el ruido?
Valeria
Me aburren. No tienen imaginación.
Claudia
Los conozco peores. Se llaman Smith, John,
Howard… Y a veces ni siquiera te hablan. 
Valeria
¿Y por qué lo hacés?
Claudia
Abuela pasa los inviernos en la clínica. Me aburro. Me gusta cambiar de vestido.

Y ese personaje encuentra también su versión de edad avanzada en la tía Jou-Jou, que interpreta Franca Boni en Piel de verano: la abuela excéntrica que educa a su sobrina en las artes del ascenso social a través de la diversión, el placer estético y los hombres de buena posición. Jou-Jou podría ser Paula cuarenta años más tarde.

La figura del doble es otro elemento vinculado a lo onírico que reaparece en muchos argumentos de Guido. El más gráfico es sin duda el caso de las dos hermanas en Usurpación: una lisiada, tímida y recatada, y la otra dominante, promiscua, dueña de una sexualidad casi fuera de su control. Dos personajes antitéticos y, en cierto punto, intercambiables. También Piedra libre está protagonizado por dos Amalias muy diferenciadas que sin embargo repiten el mismo nombre.

A veces el desdoblamiento se superpone con la figura de la repetición, como en la imagen final de La mano en la trampa, cuando Laura se ve en el espejo como una nueva versión de su tía Inés, encerrada en un traje de novia nunca estrenado (“Eran dos cuartos, quizás solo uno, donde él nos había encerrado”, dice la frase final del cuento). Un desdoblamiento que afecta a esa amante furtiva que cada noche visita la cama del protagonista de Ocupación (cuento nunca llevado al cine) que despierta a una realidad mucho más onírica todavía, al descubrir la casa llena de niños que son sus hijos involuntarios. 

La figura de las repeticiones se da dentro de una misma película, pero también entre películas distintas. Sería el caso que mencionábamos líneas más arriba de Claudia (La terraza) y Paula (Paula cautiva) pero también el de la madre costurera de Laura en La mano en la trampa y la madre costurera de Pablo en la novela La caída (personaje que no aparece en el guion); dos mujeres que viven entre maniquíes, hablando con alfileres en la boca. O la abuela de Claudia (María Esther Duckse) en La terraza y la abuela de Elisa (China Zorrilla) en La invitación, dos mujeres en silla de ruedas que lejos de la inmovilidad parecen desbocadas. Los niños de La caída se pasan la noche despiertos, como les ocurrirá años después a los niños de Los insomnes. A este efecto deberíamos sumar el que nos genera como espectadores que en diferentes películas se repitan los mismos actores, a veces incluso interpretando personajes muy similares, como ocurre con Berta Ortegosa (que interpreta a la madre de Elsa Daniel tanto en La casa del ángel como en La mano en la trampa) o con Leonardo Favio (que interpreta al pretendiente de El secuestrador y también al de La mano en la trampa, además de aparecer en varias otras obras de Torre Nilsson. Esta repetición de actores alcanza su punto más inquietante en una de las escenas principales de La caída, cuando Albertina llega a la casa y se encuentra de pronto con Lucas y se queda petrificada al verlo. El efecto de desconcierto puede ser también el nuestro como espectadores, ya que los actores son los mismos de La casa del ángel, Elsa Daniel y Lautaro Murua. Jugando con las imágenes, podríamos pensar que en la misma escena fantasmagórica, Albertina  descubre que Lucas realmente existe, a la vez que Ana vuelve a encontrarse con Pablo, quien la violó en su adolescencia. 

Este conjunto de elementos inquietantes, enmarcados muchas veces en caserones sombríos (en los casos de La casa del ángel, La caída y La mano en la trampa sobre todo, trilogía a la que podríamos agregar Piedra libre, como un regreso tardío al origen de sus colaboraciones) han llevado a varios autores a referirse al universo de Guido y Torre Nilsson como parte del llamado “gótico criollo” o “gótico rioplatense”. Basta recordar el famoso ensayo que dedicó al tema Julio Cortázar, si bien el autor no incluye en él ninguna mención concreta a la obra de Guido. Entre otras particularidades de esta suerte de corriente estilística, los caserones sombríos en particular y, en general, la arquitectura entendida como trampa, son rasgos muy presentes en la obra de Guido. Sus espacios no son meros contenedores de la acción, sino que propician el drama, y esta es otra de las características que hacen a su obra tan adecuada para la exploración cinematográfica. 

No se trata solo de casas en penumbra, con escaleras y recovecos. Hablamos de habitaciones que permanecen cerradas (el altillo con el falso opa en La mano en la trampa, la habitación de Lucas, siempre bajo llave, que ejercerá sobre Albertina una fascinación creciente, hasta que logre ingresar en ella, en La caída), de espacios protectores que son también opresivos (La casa del ángel como prolongación de una madre castradora, el departamento en Buenos Aires a donde Cristóbal Achával aloja a Laura en el final de La mano en la trampa), de ventanas por donde se espía un afuera que es siempre el territorio de lo distinto. 

En las historias de Guido los espacios están atravesados por tensiones: entre el arriba y el abajo (físico y social), el adentro y el afuera, lo abierto y lo cerrado, que operan como metáforas de conflictos públicos y privados (en donde la contienda política, siempre masculina, parece requerir de espacios abiertos y públicos, mientras las represiones íntimas, siempre femeninas, tienen lugar puertas adentro). 

Quizás el más original de los espacios propuestos por Guido sea el de La terraza: un terreno lúdico donde tomar sol, coquetear, seducir, competir y también atrincherarse, para un grupo de jóvenes que quieren llevarse el mundo por delante, como buenos representantes de su generación. Esa terraza es un cielo abierto, pero también un encierro, donde las confrontaciones políticas conviven con pulsiones sexuales que también buscan un nuevo orden. Donde todo parece estar a la vista, Guido vuelve a encontrar zonas oscuras; pasadizos, escaleras y ventanas desde donde se espía o se vigila.

Son muchos los personajes de Guido que comenten el acto de espiar. En el cuento El coche fúnebre entró en la casa de enfrente (un relato temprano que tampoco se ha llevado al cine) las niñas de la casa suben a la azotea para ver lo que ocurre en ese territorio prohibido que su madre intenta ocultar a su mirada, al punto reconfigurar la distribución de la propia casa:

Cuando venía la Payita, nuestra madre abría los cuartos que daban a la calle, que permanecían todo el año cerrados. Por las porcelanas, decía mi madre. Pero nosotros sabíamos que eso no era cierto. […]
—¿Por qué no vivimos aquí, de este lado? -pregunté.
—Por la casa de enfrente.
—¿Qué tiene la casa de enfrente?
—Nada. Pero no deben mirarla. Es el infierno -agregaba distraídamente.

Aquella puerta oscura, siempre entornada, ¿sería realmente la entrada del infierno? ¿O lo decía solo para asustarnos? Y aquel entrar y salir de gente misteriosa, aquellos automóviles cerrados, aquellas mujeres que se escondían el rostro en las manos, ¿serían condenados? ¿A qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué escapaban siempre? ¿Qué ocurría allí dentro?

Espiar, ver a medias, imaginar lo oculto a partir de fragmentos incompletos… una acción que los personajes de Guido hacen en un gran número de sus historias y que evoca de algún modo esa característica esencial del cine, el voyeurismo. En los cuentos y en los guiones de Guido muchos personajes son fisgones; a veces motivados por una curiosidad infantil, a veces desde una conducta adulta, como en el caso de Martín, el protagonista de la película El ojo de la cerradura (que no casualmente cuando debió rebautizarse, pasó a ser El ojo que espía). Martín, integrante de un grupo político armado, debe pasar unos días escondido en un hotel de la Avenida de Mayo, que a través de un pasadizo se conecta con un teatro. Martín escucha fragmentos de conversaciones, ve detalles que lo llevan a imaginar un atentado inminente a manos de una compañía de actores españoles exiliados. Cada nuevo dato se suma a una cadena de malentendidos. Martín espía y, como diríamos hoy, “se hace la película”, una película equivocada.

El acto de espiar requiere de una determinada disposición espacial: se mira desde un lugar de privilegio. Y lo espacial en Guido siempre juega un papel crucial en el desarrollo de los conflictos, como le ocurre a la niña protagonista de uno de sus primeros cuentos, Cine mudo, que espía a sus padres en el dormitorio, por la posibilidad que le brinda la arquitectura:

«Vivíamos en el ala izquierda de la casa. Nuestras ventanas enfrentaban las de nuestros padres. A altas horas de la noche, las ventanas de enfrente se convertían en un escenario iluminado. […]  Entre nuestra ventana y el escenario había un patio estrecho con una escalinata que descendía hasta el jardín. En las noches de invierno me deslizaba de la cama y, arrastrando una manta de lana para cubrirme las piernas, acomodaba un pupitre para sentarme; después seguía atentamente todo lo que sucedía en la ventana de enfrente. Olvidaba que los actores eran mis padres: una leve cortina de tul daba al conjunto una realidad mágica.»

Si en Cine mudo el cinematógrafo comienza a citarse con peso propio, no son pocos los relatos en que volverá a aparecer como actividad compartida por los protagonistas. En La casa del ángel las películas de Rodolfo Valentino son un pasaje al erotismo de los adultos, una ensoñación que invade a Ana y tiñe el modo en que ella observa de lejos a Pablo Aguirre. La sala de cine es un territorio que pone a las protagonistas en contacto con lo prohibido, no solo por el peso de lo que se proyecta en la pantalla sino, a veces, por lo que ocurre en las butacas. Ya lo dice la narradora en su novela fundacional, La casa del ángel: “Después del cine, al final de la tarde, regresábamos a Belgrano. Durante el trayecto pensaba todo el tiempo en el acto impuro y terrible que había cometido: me había dejado fascinar por las imágenes de la pantalla.”

[Fragmento del capítulo “Restos diurnos: Beatriz Guido guionista” del libro Beatriz Guido, Espía privilegiada de José Miguel Onaindia y Diego Sabanés. EUDEBA, 2023]